Historia del Colegio de San Nicolás

Autor

 

_____________________________

 

I Tiempo de España 

DURANTE ocho siglos los reinos cristianos españoles estuvieron en guerra con los mahometanos (árabes y marroquíes o moros) en la península; fue una contienda intermitente y peculiar en que ambos se acostumbraron a convivir pacíficamente por largos períodos, y a combatirse con pasión y violencia en ocasiones. El avance de los cristianos, del norte hacia el sur, fue muy lento e irregular, y dio lugar a la mezcla de intereses y costumbres; y sólo por designada de algún modo se le llama guerra de Reconquista.

En los reinos cristianos, la nobleza feudal se enfrentaba al poder incipiente de los monarcas; cada uno de los señores de la tierra se consideraba un rey en sus dominios; su mayor orgullo era la extensión de sus propiedades, que ambicionaba siempre aumentar, a costa de otros señores o en campañas de conquista en territorio de los infieles para obtener botín, tierras y esclavos entre los vencidos, a nombre de la religión.

Los mahometanos, por su parte, se dedicaban al trabajo agrícola y artesanal. Su organización social, aunque era piramidal, les permitía una mayor libertad que se reflejaba en el comercio y en el mejoramiento de la producción agropecuaria e industrial, que hicieron florecer algunas de sus ciudades que se contaban entre las mejores de Europa. Había urbes densamente pobladas como Córdoba, Sevilla, Málaga, Granada, Murcia, Toledo y Zaragoza que producían tejidos de lana y de seda altamente apreciados en Holanda y en Inglaterra desde el Siglo XI, además de los artículos de cuero estampado (cordobanes), de papel de hilo, joyas, y multitud de objetos que constituían el lujo de los ricos de Europa.

Las ciudades reconquistadas fueron centros de enseñanza y de trabajo. Los habitantes se mezclaron, y al mestizaje sanguíneo se sumó el cultural. Incluso en el aspecto religioso, que tanto interesaba a los dos rivales, numerosos cristianos renegaron de su creencia sobre todo aquellos que conseguían fugarse de los campos donde eran esclavos y llegaban al territorio árabe donde automáticamente adquirían la condición de hombres libres. Al contrario, algunos mahometanos, maestros artesanos, preferían irse a vivir a los reinos cristianos y trabajar en las ciudades adoptando la religión cristiana.

En ambos lados, tanto en las ciudades reconquistadas como en las que dominaban los islámicos, fue desarrollándose una clase social distinta a la nobleza, una numerosa población libre que iba enriqueciéndose con independencia de los señores, a base de trabajo y ahorro. Esta clase, que algunos llaman clase media, no fue sino la burguesía naciente que siguió un proceso similar al que se operó en el resto de Europa. En tanto que la nobleza, los monasterios y las iglesias se apoyaban en la riqueza inmueble, los nuevos ricos sin tierra hacían florecer sus ciudades en el aspecto material con bellísimas construcciones que aun pueden admirarse como obras de arte, de refinamiento oriental y poderosa belleza. En cuanto a la educación, se formaron instituciones para el estudio de la gramática y la medicina, en donde se manejaban las obras fundamentales de la cultura greco-latina. Los árabes destacaron también en la filosofía, distinguiéndose por un claro sentido humanista que anunciaba las luces del Renacimiento. Entre los árabes casi no existía el analfabetismo, y la gran biblioteca del califato de Córdoba poseía 600,000 volúmenes.

La burguesía en los reinos cristianos creó una institución política fundamental, el municipio, que fue tribuna y barricada de sus luchas contra la nobleza. Los municipios promovieron leyes como los fueros de las ciudades, y obligaron a los reyes a respetarlas; junto a leyes de comercio y producción aprobaron otras que limitaban la servidumbre y proscribían la esclavitud. Para ellos, la libertad era base indispensable del ser humano y de la sociedad; por eso proclamaban la autonomía de los municipios y la libre elección de funcionarios y jueces.

Durante ocho siglos los reinos cristianos carecieron de unidad. Las luchas internas fueron frecuentes, provocadas por celos de poder, por intrigas palaciegas o por rebeldías de los señores; también hubo enfrentamientos por rivalidades familiares. Las alianzas, más bien defensivas, se formalizaban por uniones matrimoniales entre miembros de las casas reinantes; pero eran alianzas frágiles. Los reyes gobernaban, al parecer, sin planes concretos, y se apoyaban a veces en la nobleza y en ocasiones en la burguesía, equilibrio que les permitía mantenerse en el poder.

 

A mediados del siglo XV dos reinos sobresalieron en la España cristiana: Castilla, cuya unidad política interna se había logrado después de largas luchas durante los reinados de Pedro I y Enrique III; y Aragón, que había crecido con Juan II; el reino aragonés comprendía Cataluña, Valencia y Mallorca. En ambos estados la burguesía se encontraba sumamente activa con el apoyo de los monarcas y la oposición de la nobleza.

 

La unión matrimonial de los príncipes de Aragón y Castilla (1469) fue el comienzo de un reino unificado y poderoso que representó a la España cristiana. Fernando de Aragón e Isabel de Castilla ascendieron a sus respectivos tronos en 1479, el primero por la muerte de su padre, y la segunda por el fin de una guerra de cinco años entre sus partidarios y los de Juana, señalada como hija adulterina de Enrique IV, hermano de Isabel. Al casarse Fernando e Isabel se formó una diarquía, pues cada uno era jefe de su estado, y sólo en algunas cuestiones gobernaban en ambos reinos.

A estos monarcas se les conoce con el nombre de los Reyes Católicos, es decir los representantes de la España cristiana. La política de los Reyes de Castilla y Aragón frenó con energía a la nobleza; le cancelaron mercedes y, para compensarles, les dieron sitios en la corte con el fin de arrancarles de sus feudos; formaron cuerpos honorarios de gentilhombres y una Santa Hermandad, en manos de los mismos nobles. Parecía que se beneficiaría la clase burguesa con estas acciones; más aun, en la designación de funcionarios en los altos cargos políticos y administrativos, junto a los nobles y eclesiásticos, empezaron a nombrar algunos burgueses, que iban elevándose gracias al impulso de la industria y el comercio; entre ellos se distinguió a los "letrados", principalmente a los Licenciados en Derecho, egresados de las Universidades, pertenecientes todos ellos a la burguesía o a la pequeña nobleza; con ellos formaron los Tribunales de Justicia, los consejos reales y las oficinas públicas; y de este modo consiguieron el apoyo de la burguesía para el fortalecimiento del Estado.

Sobre los Reyes se ejercían grandes presiones; en la corte y en el interior de las provincias del reino los nobles repudiaban la liberación y exigían una acción más enérgica contra los infieles, o sea los árabes, para apoderarse de sus tierras y someterlos a esclavitud. En el exterior, desde 1553 en que Constantinopla había caído en poder del Islam, los países de Europa no cesaban de señalar el peligro de una invasión por el Mediterráneo; apoyada por los mahometanos de España; además, el comercio con el Oriente se interrumpió por las guerras, y era preciso dar grandes rodeos para llegar a la Tierra de las Especias.

 

Por dichas presiones, los Reyes Católicos emprendieron la guerra contra los mahometanos, y pusieron cerco a la ciudad de Granada, la gran capital musulmana de Europa. El ataque a los árabes significó un fuerte golpe a la burguesía española que se vio privada del concurso de artesanos, mercaderes y agricultores de primera línea. En los monarcas privó el sentimiento religioso, y aquel acto se consideró como una especie de Cruzada. Después de algunos meses de lucha, Granada capituló (2 de enero de 1492). En las capitulaciones de Santa Fe los Reyes Católicos se comprometieron a garantizar a los árabes la seguridad en sus personas y bienes; así mismo les reconocieron su libertad para practicar su religión, y para quedarse en el mismo sitio o emigrar, y en este caso llevarse sus alhajas y bienes sin ser molestados; se aseguraba también la liberación de los cautivos, y se condenaba la esclavitud.

Después de la toma de Granada, los Reyes Católicos nombraron a Fray Hernando de Talavera primer Arzobispo de aquel nuevo territorio cristiano. Talavera concibió un plan evangélico de nobles perfiles: ganar el alma de los vencidos por medio de la bondad, la predicación y el ejemplo; hacerles comprender la superioridad de la religión cristiana en forma pacífica, a base de cánticos piadosos, obras de teatro y lecturas sencillas; pero, ante todo, mostrarles que los cristianos eran gente de paz y de caridad. Para el éxito de su plan, el prelado propuso el aprendizaje de la lengua árabe, y él mismo puso el ejemplo al tratar de aprenderla, porque, decía, era el medio más seguro para llegar a la inteligencia y al corazón de aquellos hombres, sobre todo los niños, a quienes se quería convertir al cristianismo.

Ni las capitulaciones de Santa Fe ni los propósitos del arzobispo fueron del agrado de los nobles. Obviamente ellos pretendían la continuación de una política de sujuzgamiento; para ello, fueron ante los Reyes, maniobraron en la Corte, amenazaron hasta conseguir que el fraile Francisco Jiménez de Cisneros fuera designado auxiliar de Talavera, con el fin de sustituir a éste o por lo menos nulificar su acción. Cisneros, en efecto, impuso su criterio, desplazó a Fray Remando, y desató la persecución contra los árabes y contra el mismo Talavera; se puso al lado de la aristocracia mora, hizo conversiones en masa y dominó por la fuerza a quienes él consideró sus enemigos; quemó libros; sometió a esclavitud a los vencidos; a los rebeldes les llevó ante el Tribunal de la Inquisición; y se puso al frente de una expedición militar para perseguir a los moros que se habían refugiado en el norte de África. Con todo esto, Cisneros provocó una sublevación de los musulmanes de Granada, Alpujarra, Baza, Guadix, Ronda y la Sierra de Filambres, rebelión que se conoce como la segunda guerra de Granada.

Estas dos actitudes, la de Talavera y la de Cisneros, tuvieron seguidores en España; los partidarios de la fuerza, del atropello y de la barbarie, con el franciscano; y los que deseaban un triunfo de la religión cristiana más seguro y durable, con Talavera. Vasco de Quiroga que vivió y desempeñó comisiones reales en esa época, estuvo como veremos, en la misma línea que el arzobispo, y esta definición temprana de su carácter tuvo repercusión en el Nuevo Mundo.

Casi al mismo tiempo, los Reyes Católicos firmaron otra capitulación en Santa Fe (17 de abril de 1491), en la cual autorizaban al navegante Cristóbal Colón para realizar un viaje que a varios sabios de las Cortes Europeas, de los claustros y de las Universidades les había parecido irrealizable. Colón sostenía que la Tierra era redonda, y que era posible llegar a la Tierra de las Especias siguiendo en línea recta hacia el Poniente. Con la autorización y el apoyo reales, zarpó el 3 de agosto de 1492.

Los resultados de aquellos viajes superaron todo lo imaginado. El 4 de enero del año siguiente regresaron los intrépidos navegantes y Colón entregó a los Reyes Católicos un informe de las tierras y mares descubiertos. Europa se maravilló de los resultados de aquella importante expedición que habría de sentar definitivamente la teoría de la redondez de la Tierra. Los viajes posteriores del intrépido Colón y de otros navegantes aclararon las perspectivas. Se supo entonces de la existencia de hombres en aquellos lugares. Toda la naturaleza de aquel mundo recién descubierto fue descrita con los caracteres fantásticos comunes en esa época. Uno de los navegantes posteriores a Colón, Amerigo Vespucci (Américo Vespucio para los españoles) escribió que los hombres vivían en comunidades sin reyes ni monarcas, libres en la naturaleza y sin interés por el oro y las joyas que existían sin límites, en abundancia. Fue tan viva la descripción de Vespucio, que se puso su nombre al nuevo continente: América.

 

Los portugueses buscaron un camino por el África, y en 1494 el navegante Vasco de Gama bordeó el cabo de Buena Esperanza y enfiló hacia el mismo objetivo. Españoles y portugueses se disputaron el dominio del mundo recién descubierto. Ambos países católicos acudieron al pontífice romano, y Alejandro VI produjo cuatro bulas sobre ese asunto; en la primera señaló una línea de demarcación a 100 leguas al Oeste de Cabo Verde; de allí, al E. era de Portugal, y al O. de España. En la misma bula, el Papa dejaba implícito el sometimiento de los indígenas.

 

El ascenso de Carlos I al poder acentuó las contradicciones de la nación. El había nacido y se había educado en el extranjero; por tanto no sabía nada de España, ni su lengua, pero fue preferido por su padre para la sucesión, y se le declaró Rey de Castilla y de Aragón, en unión de su madre, Doña Juana, perturbada de la mente. Para afianzar el dominio de la nobleza, se designó a Cisneros - ya cardenal - como regente en la minoría de edad del nuevo monarca, quien se presentó en España hasta 1517 rodeado de un séquito de señores flamencos que desde luego tomaron los principales cargos del gobierno y del clero.

 

La burguesía española había sufrido golpes muy duros. Los Reyes Católicos, tras servirse de ella para dominar a la nobleza. Arremetieron en su contra, como hemos visto. La expulsión y exterminio de los árabes, la expulsión de los judíos, que eran los encargados del comercio y de las finanzas, y el enlace entre el campo y las ciudades (se calcula que salieron más de medio millón de judíos en 1492), y para dominar a los inconformes se creó la Nueva Inquisición. La burguesía resintió estos ataques, pero aun se hallaba fortificada en los ayuntamientos electivos y protegida por los fueros de las ciudades. Carlos I fue declarado emperador de Alemania, a la muerte de Maximiliano 1(1519); convocó a Cortes en Santiago, al año siguiente, para pedir dinero destinado a su coronación imperial, y los burgueses castellanos se opusieron, exigieron el respeto a las leyes del reino, y pidieron que el rey aprendiera su lengua para que les pudiese gobernar. Como el emperador no obtuvo el dinero, corrompió algunos representantes, cambió la sede de las Cortes a la Coruña, y ganó la mayoría con sólo un voto. Esta maniobra enardeció a los artesanos y mercaderes de las ciudades; al procurador Tordesillas, regidor de Segovia, al regresar a su pueblo le sometieron a juicio y fue ahorcado públicamente bajo el cargo de haber votado en favor del rey a cambio de una granjería. Se desató la revolución de los comuneros, dirigida por los burgueses, pero que arrastró algunos obreros y campesinos, así como de la nobleza y el clero. En Ávila se reunieron los representantes de quince ciudades y formaron la Junta Santa, que dirigió al rey una carta política que contenía todo un programa de gobierno, en el que destacaban los siguientes puntos: privilegios a las ciudades; leyes generales del reino, que debería acatar sobre todo la nobleza; garantía de un gobierno central, sin ingerencia de extranjeros; normas claras para el gobierno municipal y prohibición de salida de dinero al exterior. La guerra se generalizó a partir del 31 de octubre de 1520; fue una guerra de clases sociales, pues en poco tiempo se enderezó contra la nobleza. En la batalla de Villalar (abril de 1521) los comuneros fueron vencidos; sus dirigentes fue.;. ron apresados, juzgados y ahorcados, no obstante las peticiones de clemencia que le hicieron a Carlos V.

En Valencia y Mallorca se libró una lucha similar a la de los comuneros de Castilla, que allá se llamó de las Germanías (de germans, hermanos), con la participación de los obreros. Una Junta directiva envió al rey un Memorial de agravios contra los nobles, que concluía con una petición: que se les sometiera a jurados populares La lucha duró dos años.

Estas rebeliones de la burguesía fueron sofocadas con rigor, y aniquiladas sin contemplaciones. Al cancelarse la actividad política de la clase revolucionaria se destruyó toda posibilidad de desarrollo del país. Por eso España se mantuvo alejada de los embates de la Reforma religiosa, y en los momentos culminantes en que la burguesía se impuso en el resto de Europa, los españoles, dominados por la nobleza feudal encabezaron la contrarreforma, y a base de represión, sostuvieron los privilegios y beneficios del clero católico y del Estado teocrático en todo el orbe hispánico.

Sin embargo, y pese a todas las apariencias, España no era ajena a las ideas renovadoras ya todo lo que se discutía en el resto de Europa. Ante la afirmación de que este país no tuvo Renacimiento ni Reforma, Karl Vossler sostuvo que los españoles conocieron las obras renacentistas y reformistas antes de rechazarlas; habría que agregar que no sólo las conocieron sino que las practicaron y las hicieron suyas. Antes del ascenso de los Reyes Católicos ya se discutía en España los principios de igualdad de los hombres ante Dios, de la licitud o ilicitud de someter los infieles a esclavitud; se ponía en duda el derecho de combatir a estos y someterlos en guerra justa; desde un ángulo teológico-jurídico se hablaba de la dignidad del ser humano, y de la búsqueda de su perfeccionamiento. Eran discusiones teóricas, puramente especulativas, pero expresaban un anhelo de la clase social en ascenso. Paulatinamente, esos ideales comunes al período renacentista europeo, adquirieron una gran importancia en la política interna y externa de España.

El primer eco de la polémica que dividía las opiniones de los españoles fue la actitud de la reina Isabel al decidir la suerte de los nativos que Colón había llevado como demostración de su descu­brimiento; después de mostrarlos a la curiosidad pública, intentóvenderlos como esclavos, a lo que la soberana se opuso llena de indignación. "¿Con qué derecho -dijo- se dispone así de mis vasallos?". El 20 de junio de 1500 ordenó su liberación; y unos años más tarde, al redactar su testamento (1504) encargó a su esposo y a sus sucesores velaran por la dignidad de los hombres de ultramar.

Pronto se abrió la polémica en España sobre la condición jurídica de los americanos a quienes se comenzó por llamar indios. Se invocaron todos los títulos de la guerra justa, desde Aristóteles a través del derecho medieval y de la práctica, tanto en la expansión imperialista romana como en la lucha contra los infieles. Esta polémica duró tres siglos, y se reflejó en las leyes con las que se intentó organizar el Nuevo Mundo.

Comenzaron a ir a tierras de América toda clase de aventureros en busca de las riquezas ponderadas como inagotables. También la corona española y el clero romano enviaron funcionarios con atribuciones mal delimitadas y frailes a quienes se imponía la ímproba tarea de evangelizar aquellos hombres, de quienes algunos dudaban, que estuvieran dotados de razón.

Pronto la polémica encontró sus mejores exponentes. Juan Ginés de Sepúlveda, partidario del sometimiento irrestricto de los "bárbaros" al imperio de los hombres prudentes que los sacaran de su condición de impíos y siervos de los demonios y les transformaran en adoradores del verdadero Dios. Y el fraile dominico Bartolomé de las Casas, que había estado en las nuevas tierras, y que declaraba que sus habitantes, lejos de ser monstruos y bárbaros, eran dechado de hombres, sanos, fuertes, inteligentes y dóciles. Las Casas no se limitaron a esta polémica con Sepúlveda; siguió en lucha por sus ideas apasionadamente.

Desde el comienzo de la conquista, y ante los primeros atropellos, los nativos se defendieron de los españoles; en varios lugares la rendición fue pacífica o muy débil la oposición, si se toma en cuenta la diferencia de armamento. Para los conquistadores el único método fue la violencia.

La conquista de México fue iniciativa de particulares y no una acción oficial de España. Quién la encabezó, Hernán Cortés, procedió por su cuenta y riesgo, con una sola meta: el obtener riquezas para compensar los gastos de la empresa y los esfuerzos que significaban su realización. Fue, pues, un negocio.

Cuando la corona española intervino, ya Cortés había legalizado su situación, apoyándose en una institución típica de la burguesía de su patria: el municipio. Y con el poder conferido por los munícipes impuestos legalizó su acción, emprendida, eso sí, en nombre de la corona de España, lo que significaba en sentido lato que luchaba por el engrandecimiento del reino y la propagación de la fe católica.

Respecto a los nativos, el conquistador aplicó los principios del derecho de conquista y de guerra justa, enteramente feudales. En la época del mayor apogeo de la cristiandad medieval, el siglo XIII, su más brillante teórico, Tomás de Aquino, señaló tres condiciones de la guerra justa, cuya observancia se generalizó desde entonces en todo el mundo cristiano. El filósofo hablaba de la autoridad competente, en los casos en que un príncipe debía ser sometido por un gobernante superior para reparación de agravios o castigo de alguna falta. La segunda condición, el de la causa justa, cuando el príncipe ejercita la acción armada para garantizar el bien común, el interés público o la seguridad general; esta condición, considerada como esencial del pensamiento tomista, fue la más debatida, a partir del siglo XVI. Finalmente, la condición de la intención recta, por la cual, tanto en la decisión como en la conducción y conclusión de las hostilidades, el beligerante debe ceñirse a los principios de la moral cristiana, o sea la búsqueda del bien, la caridad, la justicia y la temperancia.

El conquistador de México, no tenía los alcances para plantearse estas cuestiones teológicas; se limitó a tomar de la doctrina aquello que brindaba algún apoyo a su aventura. Siempre consideró que su acción contra las propiedades, el trabajo, las costumbres y la religión de los nativos, era justa. Se enfrentaba, según él, a jefes de Estado, reyes o emperadores, en su terminología, los cuales deberían estar bajo el dominio de los reyes de España, aunque aquéllos no tuvieran conocimiento de la existencia de estos y, por tanto, no pudieron haberles ofendido. Consideraba justa su empresa porque trataba de garantizar el bien común existente entre el señor y el vasallo, y el interés y la seguridad del reino español. Sólo faltaba al aparato conquistador una intención religiosa, hacerlo aparecer como una especie de cruzada contra unos "infieles" que jamás conocieron otros dioses que los del mundo prehispánico.

Guerra justa fue aquella según el criterio de tales aventureros; pero, al llegar los primeros sacerdotes enviados por la corona española, los títulos de la conquista fueron puestos en duda como un eco de lo que se pensaba en la península. En España se abrió el debate con apasionamiento. Fernando el Católico encargó al doctor Juan López de Palacios Rubios que preparara un estudio sobre el tema. El jurista se basó en los argumentos de autoridades, a partir del derecho concedido por Alejandro VI a los reyes españoles. La reina Isabel había interpretado la bula papal como una concesión para inducir pacíficamente a los pueblos, por medio de la predicación, en la forma conocida, y recomendaba al rey no consintiera agravio alguno a los indios "en sus personas e bienes e más bien mande que sean bien y justamente tratados". El doctor Palacios Rubios recomendó abiertamente la esclavitud y el despojo de bienes para los "isleños" que, al oponer resistencia, fueran vencidos por las armas; y el trato compasivo para los que se entregaran pacíficamente; estos pasarían a ser súbditos de Su Majestad, con todas las cargas y servicios inherentes; esas obligaciones podrían ser compensadas con otros servicios, si aquellos vasallo s no pudieran soportar esa carga, pero sin rebasar los límites en que pudieran perder la libertad. Dichos tributos los señalaría el rey, así como las personas a quienes deberían pagarse en su representación. Silvio Zavala encuentra en esta argucia la base de la encomienda que, habiéndose establecido desde los comienzos de la conquista, fue duramente combatida en España y en América. Sucedió que, en la realidad todo fue contrario a los indios. Después de la lectura de un requerimiento, redactado por el mismo Palacios Rubios, se les sometía a esclavitud en la forma de encomienda, que mal encubría la práctica abominable que tanto se condenaba. Hipócritamente se reconocía a los indios su libertad, pero en verdad se les arrebataba.

Contra esta institución, que se prestó a tantas injusticias y contra el mal trato de que fueron víctimas los nativos, se levantó desde un principio la voz de los clérigos. Con palabras duras pretendieron corregir aquella situación que ellos tenían ante sus ojos, a mucha distancia de la corte donde se redactaban las leyes que favorecían a indígenas; pero sólo en palabras. Hubo repartimiento de la tierra y de los hombres; a estos se les herró como remisos con un signo que no era sino la marca de la esclavitud; y todo en nombre de Dios y de los reyes de España.

 

Hubo clérigos apasionados que lucharon por los derechos de los indígenas, como el mencionado dominico Bartolomé de las Casas, quien se valió no sólo de las palabras sino que intentó organizar a los indios en comunidades para predicarles pacíficamente el evangelio; su intento de Verapaz, en los límites de Guatemala, fracasó; pero él continuó en su lucha sin cuartel.